Un 11 de Noviembre de 1951, las mujeres votábamos por primera vez.
Hicieron lo imposible porque nos quedáramos en casa.
Nos cagaron a palos .
Nos arrastraron de los pelos por la calle.
Nos metieron en calabozos repletos de hombres mientras cerraban la celda, silbando.
Y de los mismos calabozos nos sacaban de la oreja, como niñas, cuando nuestros maridos venían a buscarnos, como los tutores que la ley decía que eran.
En muchísimos casos con la ropa rota y la carne ultrajada.
Eso sí: la frente en alto, en un mundo que nos quiso históricamente mirando el empedrado.
Nos gritaron putas, inmorales.
Nos acusaron de malas esposas y peores madres.
Para el Estado, estábamos INCAPACITADAS CIVILMENTE a la hora de casi todo.
En criollo: Excepto para respirar, necesitábamos autorización de marido o padre para todo lo demás.
“¿Para qué otorgarle igualdad política a seres que no lo son?” Gritó un legislador durante el debate por el sufragio femenino. Agregó que el cerebro de la mujer es más chico que el del hombre y uno de los “Argumentos” más sólidos que se presentó en el Congreso para prohibir un derecho fundamental a la mitad del pueblo argentino, fue que las mujeres éramos un peligro a la hora de votar “porque poseen sentimientos en exceso que podrían influenciar su accionar o decisiones”.
EL 9 de septiembre del 47, nuestras abuelas tomaron los alrededores del Congreso al grito de “TENGO VOZ Y EXIJO EL VOTO” y no se retiraron hasta que el derecho se convirtió en ley.
Y gracias a esos sentimientos en exceso, el 11 de noviembre del 51, lográbamos votar por primera vez.
Dejaron la vida para que nosotras podamos gritar como estamos gritando.
Y no nos vieron gritar.
No nos vieron votar.
No importa.
Se fueron sabiendo que se quedaban para siempre.
Porque en cada derecho conquistado.
En cada marcha.
En cada herida.
En cada tropezón, cada caída.
Pero por sobre todo, en cada brazo de cada compañera que nos levanta del piso para seguir para seguir para seguir:
vive y resiste la voz, de las que nos dieron voto.
Fuente: Sudestada